En el desarrollo de todo artista que madura existe siempre un momento en el cual la veneración por el arte del pasado se convierte en una soga al cuello. Y el fino naturalismo renacentista alcanzado por Freud hacia fines de los 50' había metido al artista en un esteticismo cerrado. A juzgar por una conversación mantenida con Lawrence Gowing, ya por el año 1956 había comenzado a sentir que sus figuras sufrían de una especie de confinamiento solitario y que necesitaban, de alguna manera, ser liberadas en el flujo general de la pintura. Esta creciente conciencia de un camino cerrado y la influencia de una figura tan vital como la de Francis Bacon catalizaron los cambios que habrían de sobrevenir.

Freud y Bacon en 1953
Una estrecha amistad y parecidas obsesiones unían a los dos artistas desde la década anterior. Ambos solían rememorar la afirmación de Willem De Kooning de que la carne era la razón por la cual se había inventado la pintura al óleo. Bacon combinaba óleo y acrílico en un mismo lienzo, aplicando la pintura orgánica en las partes en donde estaba la figura humana en contraste con los fondos inanimados pintados con acrílico plástico. El ejemplo de Bacon hizo que Freud se diera cuenta de las limitaciones que tenía su estilo lineal y de capas finas. Así que en los años 60 cambió los delicados pinceles de pelo de marta por los gruesos pinceles de cerdo, comenzó a utilizar el óleo mucho menos disuelto, agregó más pigmentos de ocre, tierras y rojos, y abandonó aquel estilo pulido que hacía pensar en las obras del Northern Renaissance por las superficies expresivas, incrustadas de gruesas pinceladas. Sobreviene entonces una década de experimentación con la pincelada y el claroscuro. Es como si Freud se diera contra las paredes buscando romper la fosilizante minuciosidad de su trabajo anterior. Practica durante algunos años una ejecución con las más largas pinceladas posibles, como si estuviera escribiendo ideogramas chinos. O como si el propio Bacon dirigiera su mano. Por un momento, como en su autorretrato Man’s Head (1963), el característico estilo de su colega parecería amenazar su propio camino. No en balde ninguna de estas obras suelen ser mostradas en sus retrospectivas. Ellas son sin duda obras de transición, pero que resultan igualmente impresionantes y conmovedoras vistas desde la "cocina" misma de la pintura porque atestiguan la lucha titánica de un artista por encontrarse a sí mismo.
Una estrecha amistad y parecidas obsesiones unían a los dos artistas desde la década anterior. Ambos solían rememorar la afirmación de Willem De Kooning de que la carne era la razón por la cual se había inventado la pintura al óleo. Bacon combinaba óleo y acrílico en un mismo lienzo, aplicando la pintura orgánica en las partes en donde estaba la figura humana en contraste con los fondos inanimados pintados con acrílico plástico. El ejemplo de Bacon hizo que Freud se diera cuenta de las limitaciones que tenía su estilo lineal y de capas finas. Así que en los años 60 cambió los delicados pinceles de pelo de marta por los gruesos pinceles de cerdo, comenzó a utilizar el óleo mucho menos disuelto, agregó más pigmentos de ocre, tierras y rojos, y abandonó aquel estilo pulido que hacía pensar en las obras del Northern Renaissance por las superficies expresivas, incrustadas de gruesas pinceladas. Sobreviene entonces una década de experimentación con la pincelada y el claroscuro. Es como si Freud se diera contra las paredes buscando romper la fosilizante minuciosidad de su trabajo anterior. Practica durante algunos años una ejecución con las más largas pinceladas posibles, como si estuviera escribiendo ideogramas chinos. O como si el propio Bacon dirigiera su mano. Por un momento, como en su autorretrato Man’s Head (1963), el característico estilo de su colega parecería amenazar su propio camino. No en balde ninguna de estas obras suelen ser mostradas en sus retrospectivas. Ellas son sin duda obras de transición, pero que resultan igualmente impresionantes y conmovedoras vistas desde la "cocina" misma de la pintura porque atestiguan la lucha titánica de un artista por encontrarse a sí mismo.
La influencia de Bacon, sin embargo, fue lo más sano que pudo ocurrirle. El arte de Bacon no estaba contaminado por las normas del realismo renacentista y su figuración había sido impregnada por las roturas y los aportes de las vanguardias. Con un pie en la figura y el otro en la abstracción, los valores de la textura y la pincelada se habían vuelto casi independientes en su obra y hasta podría decirse que lo emparentaban con el informalismo y el expresionismo abstracto. A pesar de que Freud debió acercarse peligrosamente a la obra de Bacon para dominar la nueva libertad de las pastosas pinceladas y la expresión gestual contenida en las formas, la influencia de éste resultaba saludablemente abierta y lo vinculaba de manera indirecta, o más bien por ósmosis, con todo otro capítulo de la Historia del Arte: Cézanne, Van Gogh, los fauvistas y, paradójicamente, hasta con el propio expresionismo alemán. Fue toda esta dosis de oxígeno la que le permitió continuar viviendo con plenitud el posterior desarrollo de su pintura aunque no dejara nunca de admirar y sentirse identificado con los clásicos de la premodernidad. >>volver